martes, 27 de agosto de 2013

LOS NIÑOS Y LOS DÍAS

De la guerra y otras infamias


Hemos andado siglos de extrañas travesías y ahí estaban los niños, quebrando el pesar de los días, alumbrando, señalando las bandadas, preguntando por los secretos de las flores y los misterios abstractos.
Hemos andado siglos de aventuras y descubrimientos, pasando junto a la obra de algunos gigantes de dulce corazón. Y ahí estaban nuestros niños.
Hemos conquistado desiertos y riberas, medanales y ciénagas, hemos bordeado el precipicio y hemos atravesado dunas. Y ahí estaban los niños. A veces colgados en la espalda de las madres que limpiaban las pisadas de los otros. Mirando de cerca el madurar de la uva, el resplandor de los libros, el amarillo de los maíces, el ácido verdor de las manzanas. Estaban en el fondo arenoso de los tazones de una leche no siempre cierta, en el fondo transparente del té demasiado acuoso para alcanzar los cumpleaños, en la complicidad de la tela que estiraba su fibra vegetal hasta cubrir la escasez y dar espacio para el salto.
Y al lado de su corrida y sus juegos de manos estaban las marcas de los otros, los gestores de la infamia. Los capaces de quebrar la historia de sus días, las diáfanas miradas, la cercanía del pan.
En el fondo de sus ojos los niños cantan, en el respirar de los días los niños aún cantan, aún se acercan a las mesas ajenas para ver cuánto han crecido, aún se trepan al nido del árbol para ver cómo es la vida desde una altura diferente. Aún siguen descubriendo sus manos trémulas como aves nuevas. En el fondo de sus voces existe aún la música, existirá siempre la música.
        Pero a veces hay que huir. Huir en largas caravanas donde algunos se convierten en recuerdos de arena, en largas caravanas para acampar en lugares extraños, en largos escondites donde  el agua no ha aprendido a llegar, donde  las rodillas  se vuelven transparentes a fuerza de hambre y de cansancio. Donde los ojos se hacen grandes, y crecen, exigidas por la nada, las pancitas. 
Pero a veces hay que refugiarse. Respirar un humo fétido y esconderse en refugios del subsuelo, del subsuelo del suelo, del subsuelo de todo lo esperado, del subsuelo donde resisten las raíces, del subsuelo de los edificios que alguien construyó sin saber que serían una carcasa vacía, con ventanas temerosas donde un violín insiste en su última sonata.
En el subsuelo donde el estruendo hace vibrar los huesos y el desconcierto de los dientes. Donde las madres abrazan a sus hijos para salvarlos y caen con ellos en un musgo de oscuridad preñado de gritos y preguntas.
Corre después alguien sobre los escombros, corren los que tenían hijos y amigos y una historia pasada y una historia por venir. Corren y la que fuera vida es un campo lleno de agujeros, quebrado en su derecho de semilla, en sus siglos de cultura, quebrado en todas las simientes. Corre un hombre con su hijo que ya no tiene voz, ni mirada, ni castillo de arena, ni cuaderno caminado de letras. El polvo llena el aire. Cae como ceniza de un gigante candil apagado, como respiración perversa de polvo que hiede a pólvora y a soldados que una vez fueran niños.
¿Quién avanza sobre los escombros de una ciudad? ¿Qué hay dentro de quien se atreve a caminar sobre los huesos de los otros? ¿Qué recibió al crecer el que es capaz de acorralar a un ser humano con las manos en garras, con las manos en armas? ¿Qué países son los que golpean? ¿Qué países son capaces de erguirse sobre las miradas vacías de los niños? Qué triunfo es el que corona a los países que ponen la muerte en la boca del que pide alimento, la muerte en el cuerpo que nació para ser un niño amado, cuidado, acompañado? ¿Quién es el que se suma a una maquinaria de muerte que hace del ser humano el gran depredador, el sádico temido, el ciego burlador?
Crecerán las voces un día, las voces de los niños, distantes de un mandato de muerte. Crecerán las voces de los niños hasta unirse con las voces de los hombres y las mujeres que no olvidamos que la muerte es muerte y hemos de seguir eligiéndonos defensores de la vida, de la vida que venimos a caminar, de la vida que todos, todos merecemos. Una vida con una cotidiana posibilidad de trabajo y de alegría, de arte y de salud, de esperanza y realizaciones, de lugares donde todo sea posible. Cantar y construir, escribir y  silbar y esperar la madurez de los frutos mientras el sol inaugura otra vez el día para cada árbol, para cada cisne. El día para cada espacio de aire donde un niño se decida a dar su primer paso; el paso que hay que cuidar, ese que puede redefinir nuestra dudosa humanidad.

En el vientre rojo de la ciudad
Nicoletta Tomas Caravia*