martes, 21 de agosto de 2012

Escribir


            Un camino de hormigas, el papel plateado, una caja de botones, callecitas de la infancia. Entre una y otra tormenta de verano visitábamos a los tíos que vivían en el campo. Ella hacía galletas de miel, él criaba las abejas. Se metía en un traje de astronauta y exploraba las colmenas. A veces, sin traje, abría una y extraía un puñado de abejas rubias que recorrían sus dedos amorosamente, mientras nosotros, desde lejos, temblábamos de espanto.

         Teníamos vecinos misteriosos y otros, alegres y diáfanos. Tras la medianera vivía el médico del pueblo. Una vez por mes, el fantasma de una prima venía a visitarlo; se sentaba a los pies de su cama y le contaba de la otra vida. Nos dábamos cuenta porque ese día los pacientes esperaban en vano, y veíamos por las ventanas el resplandor de las velas, encendidas en los rincones. Otro vendía canarios. Tenía el pelo vaporoso y rojizo como el plumaje de los canarios de raza. Los criaba en un jaulón tan grande como una ciudad de pájaros, con fuentes y parques, plazas y escondites. Y los alimentaba con extrañas sustancias, granos de color intenso y polvos secretos para afirmar la ilusión. Ni muy cerca ni muy lejos, había una isla. Ni tan cerca ni tan lejos, el río, que ya no está, se abría en canales de riego. El agua devenía en árboles, los árboles en zorzales y jilgueros. 

         Los tíos más lejanos llegaban en tren. La estación era larga y la campana brillaba como bañada en azúcar cristal. El aire de la espera movía mi pelo y el banco de madera crujía, mientras mi hermano y yo columpiábamos los pies. Mi madre, mientras tanto, leía en la pequeña pizarra cuántos minutos habría de retraso, cuánto faltaba para que el tren resoplara por última vez y comenzaran a bajar los pasajeros. Nosotros nos empinábamos para divisar el sombrero del tío y el pañuelo de seda que mi tía usaba para saludar. Tal vez escribir sea repetir ese gesto, empinarse para ver también donde ven los otros, más allá de la medianera, por lo menos hasta los ojos de la gente, hasta la altura del ala del sombrero, en el límite del sol y la sombra; ese espacio donde la vida sucede a media voz. 

                                                                       María Cristina Ramos

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