lunes, 30 de diciembre de 2013

Helecho de Navidad


En un macetón bermejito y descascarado de la galería crecía el helecho pluma. Manos hábiles y tiernas habían esquivado sus espinas para amurarlo. Su transparencia verde llegaba al techo, se extendía en alto y en ancho hasta parecer un árbol plano. Estaba entre las puertas del comedor y el dormitorio de mis padres. Al pie de él se sentaba el abuelo y, años después, los fines de semana, mi padre. 
Cada Navidad mi madre lo adornaba con globos de colores, de vidrio, tan frágiles, fina redondez que limpiaba con cautela año tras año; pocos se rompieron. Para llegar a lo más alto se subía a su sillón de totora -el que había heredado de la Unidad Básica desmantelada de apuro ante la oscuridad de la “Libertadora”-. Lo adornaba a primera hora de la mañana, luego de aprontar lo necesario para la comida, luego de poner a levar el pan dulce. Los más chicos agregábamos guirnaldas de colores, un Papá Noel de plástico, una estrella. 
Después, cuando los tíos volvían de trabajar ubicaban el auto cerca, en el patio de tierra, y giraban su potente reflector de casco niquelado hacia el helecho de Navidad. Quedaba en luz mientras cenábamos, mientras salíamos a conversar a la vereda, mientras recorríamos en bici parte de la cuadra. Luego los tíos apagaban el reflector, porque su luz era la misma que haría arrancar el auto al día siguiente.
No recuerdo haberme desvelado pensando en Papá Noel, sin embargo pasaba ratos en la sombra del patio mirando la luna, tratando de entender el dibujo de un burro, una madre y un padre llevando a un recién nacido por los caminos blancos. 
Nunca fueron impactantes los regalitos envueltos con papeles extraños que aparecían bajo el helecho. Pero el olor del pan y el mantel del festejo, el ajetreo alegre de mi madre y el brillo de su frente, las pequeñas palabras con que la asistía mi padre, el silbido misterioso de los tíos perdidos en las habitaciones, la intensidad de la luz en el atavío del helecho, el sonido de las cucharitas en los vasos rebosantes de fruta, me daban la certeza de que era un momento único. Único e intenso, y que sostenía algo que había que cuidar como la luz, para tener para las próximas fiestas.



María Cristina Ramos
24/12/13

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