viernes, 18 de julio de 2014

DIABLOS

El diablo mirando el agua
se detuvo en el reflejo.
-¡Ayayay! –dicen que dijo
su voz de lagarto viejo.

-¡Ayayay! –dicen que dijo,
subió al caballo y partió.
Al trotecito, brillaba
con extraño resplandor.

El zorro que lo veía
fue al agua con timidez.
-¡Ayayay! – dijo, mojando
las puntitas de los pies.

Y se fue a su madriguera,
y no se lo ha vuelto a ver
sino en las sombras calladas
que espiga el anochecer.

Ayayay –dicen- dijeron
presas de mucho estupor.
¿Qué habrán visto que salieron
tan apurados los dos?

Estos dos que no vacilan
ante una calamidad
y que riegan cada noche
sus semillas de maldad.

¿Vieron la araña del agua
que teje siempre un telón,
maravilla de cien hilos
que nadie teje mejor?

Es una araña que labra
lo que nadie quiere ver;
lo sujeta en dos estacas:
la del mal y la del bien.

¡Ayayay! Y es que el tejido
te muestra una sola vez
lo bueno que sería el mundo,
si el mundo anduviera bien.

"El mar de volverte a ver"

Fotografía F. Torres Otero 
www.panoramio.com

jueves, 17 de julio de 2014

FLOR DEL AIRE

El llevó una flor del aire,
ella, una palabra en flor;
él un silencio pintado
con rayitas de color.

El se miró en una gota,
redondo espejo de sol;
ella, en el eco guardado
al fondo de un caracol.

Ella llegó en cuatro pasos,
él de un salto volador;
un arbolito de viento
les peinaba el corazón.

Pétalo de nube
Editorial Macmillan.

Foto: FLOR DEL AIRE

El llevó una flor del aire,
ella, una palabra en flor;
él un silencio pintado
con rayitas de color.

El se miró en una gota,
redondo espejo de sol;
ella, en el eco guardado
al fondo de un caracol.

Ella llegó en cuatro pasos,
él de un salto volador;
un arbolito de viento
les peinaba el corazón.

En la 40ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires,
consígalo en el stand de Macmillan.

miércoles, 16 de julio de 2014

El viento

A los árboles altos 
los lleva el viento, 
y a los
 enamorados
el pensamiento.


Foto: El viento
  
                                                           A los árboles altos 
                                                           los lleva el viento, 
                                                           y a los enamorados
                                                           el pensamiento.

                                                                                                    

 El viento había empezado a llevarse el mundo. Se había puesto prepotente  y  cruel a medida que las horas pasaban y ya se habían volado las alas de algunos techos. Por eso la gente dejó trabajos y ocupaciones y corrió a protegerse. Algunos alcanzaron a amarrar sus pertenencias y a juntar de los patios lo que podía juntarse; aseguraron puertas, taponaron resquicios. 
 Una nube de tierra opacaba los espejos, una sierpe de arena entraba por las cerraduras y deambulaba entre los muebles; afuera el viento rugía en rachas que destartalaban postigos  y herían lo rubio de las ventanas.
 El laberinto de calles de Tres esquinas no alcanzó para encauzar la furia del viento, que desgajó los paraísos y las acacias, arrancó de cuajo los eucaliptos. Pero lo peor fue lo del campanario. Un remolino gigantesco, como coletazo de dragón lo derrumbó con un estruendo de tierra y de campanas. El temor entonces hizo dudar a los ateos y puso a los demás a negociar promesas urgentes con sus santos cercanos.
 Las campanas tenían cien años; habían sido traídas en una carreta que unía el puerto con las zonas remotas del interior. A veces, esas campanas repicaban solas; era un misterio que traían desde la fundición. Sonaban para anunciar catástrofes que sucederían a cien kilómetros a la redonda y ayer no habían sonado. Matías Moreno pensó esto cuando estalló el viento. 
 Solo al atardecer el viento se fue aquietando,  y recién entonces la gente comenzó a asomarse a las veredas y a los patios; se fueron abriendo poco a poco las puertas  y  aflojando las espaldas.
 Matías fue el último en salir. Él, que dormía poco,  había soñado con una canasta llena de damascos para llevarle a su tía que vivía cerca del Río Errante, donde la barda se toca con lo más tierno del cielo. Había destinado todas las horas de claridad a perderse entre los frutales y las mejores lunas a echar el agua desde el canal para que sus  arbolitos  bebieran, y bebieran  los plantines que había sembrado en surcos abiertos con  el vaivén moroso de su azadón. Tal vez por eso fue el último en salir a ver lo que había quedado después del viento.
  Se desprendió de la casa y recorrió el pedazo de tierra como quien cuenta los pasos. En el centro de la hectárea señoreaba el damasco. Se detuvo ahí, hizo lugar entre los damasquitos caídos y se sentó; su espalda  triste apoyada en lo joven del árbol.
 Él había quedado solo cuando era  pequeño como un damasco, y la tía, Emilia Jerez, lo había tomado de la mano y lo había llevado a vivir con ella. 

El trasluz, María Cristina Ramos, Editorial SM

Firmas sábado 10 de mayo, 18 hs, 
Stand de SMEl viento había empezado a llevarse el mundo. Se había puesto prepotente y cruel a medida que las horas pasaban y ya se habían volado las alas de algunos techos. Por eso la gente dejó trabajos y ocupaciones y corrió a protegerse. Algunos alcanzaron a amarrar sus pertenencias y a juntar de los patios lo que podía juntarse; aseguraron puertas, taponaron resquicios.
Una nube de tierra opacaba los espejos, una sierpe de arena entraba por las cerraduras y deambulaba entre los muebles; afuera el viento rugía en rachas que destartalaban postigos y herían lo rubio de las ventanas.
El laberinto de calles de Tres esquinas no alcanzó para encauzar la furia del viento, que desgajó los paraísos y las acacias, arrancó de cuajo los eucaliptos. Pero lo peor fue lo del campanario. Un remolino gigantesco, como coletazo de dragón lo derrumbó con un estruendo de tierra y de campanas. El temor entonces hizo dudar a los ateos y puso a los demás a negociar promesas urgentes con sus santos cercanos.
Las campanas tenían cien años; habían sido traídas en una carreta que unía el puerto con las zonas remotas del interior. A veces, esas campanas repicaban solas; era un misterio que traían desde la fundición. Sonaban para anunciar catástrofes que sucederían a cien kilómetros a la redonda y ayer no habían sonado. Matías Moreno pensó esto cuando estalló el viento.
Solo al atardecer el viento se fue aquietando, y recién entonces la gente comenzó a asomarse a las veredas y a los patios; se fueron abriendo poco a poco las puertas y aflojando las espaldas.
Matías fue el último en salir. Él, que dormía poco, había soñado con una canasta llena de damascos para llevarle a su tía que vivía cerca del Río Errante, donde la barda se toca con lo más tierno del cielo. Había destinado todas las horas de claridad a perderse entre los frutales y las mejores lunas a echar el agua desde el canal para que sus arbolitos bebieran, y bebieran los plantines que había sembrado en surcos abiertos con el vaivén moroso de su azadón. Tal vez por eso fue el último en salir a ver lo que había quedado después del viento.
Se desprendió de la casa y recorrió el pedazo de tierra como quien cuenta los pasos. En el centro de la hectárea señoreaba el damasco. Se detuvo ahí, hizo lugar entre los damasquitos caídos y se sentó; su espalda triste apoyada en lo joven del árbol.
Él había quedado solo cuando era pequeño como un damasco, y la tía, Emilia Jerez, lo había tomado de la mano y lo había llevado a vivir con ella.

El trasluz, María Cristina Ramos, Editorial SM