los lleva el viento,
y a los enamorados
el pensamiento.
El viento había empezado a llevarse el mundo. Se había puesto prepotente y cruel a medida que las horas pasaban y ya se habían volado las alas de algunos techos. Por eso la gente dejó trabajos y ocupaciones y corrió a protegerse. Algunos alcanzaron a amarrar sus pertenencias y a juntar de los patios lo que podía juntarse; aseguraron puertas, taponaron resquicios.
Una nube de tierra opacaba los espejos, una sierpe de arena entraba por las cerraduras y deambulaba entre los muebles; afuera el viento rugía en rachas que destartalaban postigos y herían lo rubio de las ventanas.
El laberinto de calles de Tres esquinas no alcanzó para encauzar la furia del viento, que desgajó los paraísos y las acacias, arrancó de cuajo los eucaliptos. Pero lo peor fue lo del campanario. Un remolino gigantesco, como coletazo de dragón lo derrumbó con un estruendo de tierra y de campanas. El temor entonces hizo dudar a los ateos y puso a los demás a negociar promesas urgentes con sus santos cercanos.
Las campanas tenían cien años; habían sido traídas en una carreta que unía el puerto con las zonas remotas del interior. A veces, esas campanas repicaban solas; era un misterio que traían desde la fundición. Sonaban para anunciar catástrofes que sucederían a cien kilómetros a la redonda y ayer no habían sonado. Matías Moreno pensó esto cuando estalló el viento.
Solo al atardecer el viento se fue aquietando, y recién entonces la gente comenzó a asomarse a las veredas y a los patios; se fueron abriendo poco a poco las puertas y aflojando las espaldas.
Matías fue el último en salir. Él, que dormía poco, había soñado con una canasta llena de damascos para llevarle a su tía que vivía cerca del Río Errante, donde la barda se toca con lo más tierno del cielo. Había destinado todas las horas de claridad a perderse entre los frutales y las mejores lunas a echar el agua desde el canal para que sus arbolitos bebieran, y bebieran los plantines que había sembrado en surcos abiertos con el vaivén moroso de su azadón. Tal vez por eso fue el último en salir a ver lo que había quedado después del viento.
Se desprendió de la casa y recorrió el pedazo de tierra como quien cuenta los pasos. En el centro de la hectárea señoreaba el damasco. Se detuvo ahí, hizo lugar entre los damasquitos caídos y se sentó; su espalda triste apoyada en lo joven del árbol.
Él había quedado solo cuando era pequeño como un damasco, y la tía, Emilia Jerez, lo había tomado de la mano y lo había llevado a vivir con ella.
El trasluz, María Cristina Ramos, Editorial SM
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